1613. Florencia. Así en la Tierra como en los cielos.

Hace cuatro años que Galileo Galilei, «primer matemático y filósofo del gran Duque de Toscana» Cosimo II, construyó un telescopio. Desde entonces ha dedicado noches enteras, con infinita paciencia y perseverancia, a observar los cielos. Con sus propios ojos ha podido ver las montañas y valles de la superficie lunar; ha observado los satélites de Júpiter, minúsculos puntos luminosos que giran sin descanso sobre el inmenso planeta; ha visto con enorme sorpresa manchas en el Sol.

A la izquierda, dibujo de la Luna realizado por Galileo y recogido en "Siderus Nuncius"; a la derecha, fotografía actual.

A la izquierda, dibujo de la Luna realizado por Galileo y recogido en «Siderus Nuncius»; a la derecha, fotografía actual.

Pero los teólogos y aristotélicos, custodios del saber y la religión, dueños de la universidad, la Biblia y la buena conciencia, afirman que los cielos son perfectos e incorruptibles: los planetas son esferas lisas y perfectas que mantienen un movimiento circular siempre igual a sí mismo. En la región supralunar, dicen, reina la eternidad, manifestación de la perfección del Creador. Pero Galileo observa cada noche los accidentes geográficos de los planetas, luego también en ellos ha de haber cambios, movimientos, nacimientos y corrupciones.

Cesare Cremoni, reconocido maestro de la Universidad de Padua, amigo de Galileo, se niega a mirar por el telescopio. No quiere “aturdirse la cabeza” con cosas nuevas, ni “meterse en andanzas” que viniesen a confundirle con sus ideas de siempre. Muchos han declarado ya públicamente su negativa a mirar por las nuevas lentes, pues de las Sagradas Escrituras y de los textos de antiguos filósofos y teólogos se deduce con claridad que todo aquello que Galileo ve, en realidad no lo ve…

Telescopio de Galileo

Telescopio de Galileo

 [Galileo1, Galileo2, Hemleben1, Drake1]

«No puedo sin gran admiración, y añadiré que con gran repulsa de mi intelecto, oír que se atribuya como gran nobleza y perfección de los cuerpos naturales e integrantes del universo, el que sean impasibles, inmutables, inalterables, etc., y por contra, consideran como gran imperfección, el ser alterable, generable, mutable, etc.; yo considero a la Tierra nobilísima y admirable por tantas y tan diversas alteraciones, mutaciones, generaciones, etc., que en ella se suceden interminablemente; pues si ésta no estuviese sujeta a estas alteraciones, y fuese toda ella un entero desierto de arena o una masa de rocas, o que en el tiempo del diluvio, helándose las aguas que la cubrían hubiese quedado como un globo inmenso de cristal, donde nunca nada naciese, ni se alterase o se cambiase, la tendría por un corpacho inútil al mundo, improductivo, y para decirlo brevemente, superfluo y como si no existiese en la naturaleza, y haría la misma diferencia que hago entre un animal vivo y un animal muerto; lo mismo digo de la Luna, de Júpiter y de todos los otros globos mundanos. Cuanto más me empeño en considerar la vanidad de los razonamientos populares, tanto más los encuentro ligeros y estúpidos. ¿Qué tontería hay mayor, ni se puede imaginar, que la que llama cosas preciosas a la gema, a la plata y al oro, y vilísimas a la tierra y al fango?; ¿cómo no piensan que si fuera tanta la escasez de la tierra, cuanta es la alegría de los metales más preciosos, no existiría príncipe alguno que con mucho gusto no gastara una suma de diamantes y de rubís y cuatro carretas de oro, para tener solamente la tierra necesaria para plantar en un pequeño tiesto, un jazmín, o para sembrar un naranjo de la China, para verlo nacer, crecer y producir tan bella fronda, tan olorosas flores y tan amables frutos? Es, por tanto, la penuria y la abundancia la que pone precio y envilece las cosas para el vulgo, el cual dice que eso es un bellísimo diamante, porque se asemeja al agua pura, y después no lo cambiaría por diez barriles de agua. Los que tanto exaltan la incorruptibilidad, la inalterabilidad, etc., creo que se limitan a decir estas cosas por el deseo grande que tienen de ir tirando como pueden, o por el terror que tienen de la muerte; y no consideran que si los hombres fueran inmortales, a ellos no les hubiese tocado venir al mundo. Estos merecerían encontrarse en la cabeza de la Medusa, para que los transformara en estatuas de roca o aun de diamante, para ser más perfectos de lo que son.»

Diálogo sobre los dos sistemas del mundo

Galileo Galilei

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