Verano de 1619. Frankfurt. No depender de la fortuna

La noche está oscura. Los escasos candiles que iluminan las calles dibujan un paisaje lleno de tibias luces y profundas sombras. Y las sombras esconden sus peligros, también las luces. Lo que en estas horas sucede en las calles no se ve, se imagina, se supone, se cuenta.

No lejos de la iglesia de San Nicolás se encuentra la taberna “El trébol verde”. Hoy está llena. Estudiantes, marineros, viajeros, damas y damiselas, truanes y otras gentes cuya condición sería difícil precisar, hablan, juegan, acuerdan, seducen, olvidan y, claro, beben. Un colorido papagayo traído de las Indias repite sin cesar una cantinela incomprensible. El tabernero, hombre corpulento y algo falto de entendederas, tuerto por una flecha del turco, sirve cerveza sin mediar palabra.

Jan Havicksz Steen, 1660

Jan Havicksz Steen, 1660

Frankfurt lleva diez días en fiestas, aún le restan cuarenta más. Se celebra que aún no ha llegado la muerte, se celebra que es fiesta, se celebra la coronación de Fernando II como emperador. Allá, en un rincón de la taberna, no lejos de la chimenea, está René, al que la posteridad conocerá como Descartes. Lo acompañan unos compañeros de armas.

Joven y fuerte, Descartes siente el ardor de las armas, aún más el de la aventura. Ha venido para ver, o, mejor, para volver a ver, porque a pesar de su aspecto rudo y belicoso, este joven busca una nueva mirada y un nuevo saber sobre el mundo. Y mientras duda, aprende y medita, se ha prescrito tres reglas de acción. Sólo tres: observar las costumbres y creencias inculcadas desde su infancia, así como las de los lugares en los que se halle, no por convicción, más bien por prudencia y ánimo de ocultamiento; seguir con firmeza las decisiones tomadas, pues no hay nada peor para un caminante perdido en el bosque que vagar dando vueltas sin tomar una dirección firme, por incierta que ésta parezca; no desear nada que no pueda poseer, modificando sus propios deseos antes que el mundo, y, habiendo elegido lo que parece mejor, desechar como imposible los objetivos no cumplidos. Todo para no someterse por completo a los designios de la fortuna; para no ser un azar, para ser una necesidad.

[Descartes1, Garin1, Watson1]

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